viernes, 30 de abril de 2010

La Cena

La cena.
(El juego de la verdad)


Julio César fue el último en llegar.- ¿Qué tal la barra?- acotó con falsa euforia.
Felipe se me acercó musitando al oído:-¿Cómo lo ves al porteño éste?
Enarqué las cejas y no pude evitar un cosquilleo cuándo vi que Julio César, luego de sentarse a la mesa, realizaba ampulosos gestos frente al resto de los comensales.-Creo que esto tiene que ver con el asunto del juego.-Puede ser-le respondí-. Aunque opino que no es para tanto...
Lo dije convencido. Sin embargo, cuándo Felipe me recordó los sucesos del viernes anterior, entendí la preocupación de Julio César por este juego de la verdad -que de lúdico, poco tenía, a tenor de las informaciones recibidas- en este perdido pueblo cordobés.
Por primera vez sentí cierta impotencia; me resultaba absurdo que una iniciativa pensada con la única finalidad de confesar la verdad a cada pregunta, se hubiere convertido en un tema angustiante para algunos.
Claro que las reglas de juego eran precisas: no habría límites de ningún tipo para el tenor de los interrogatorios.
De pronto, escuché que alguien hacía referencia a que se acercaba una tormenta. En efecto, asomándome a una de las ventanas, pude ver unos guiños de luz tenues y lejanos.- ¿Y, Gregorio...? ¿Para cuándo las lasañas?
El gordo Vicente reclamaba la cena, con una urgencia opípara que delataba su papada.- Un minuto, tano- dije apuntándole con un dedo-. Me maldije de haber dicho a mi llegada que era un especialista en pastas.
La impaciencia del policía no era gratuita; la cena se había demorado más de lo habitual y en cierta medida, creo que todos estábamos un tanto impacientes, quizás porque este viernes se festejaba el quinto aniversario de la peculiar asociación; la cofradía de sibaritas que una vez a la semana se reunían a cenar en una propiedad adquirida con ese único fin.
Mientras controlaba las pastas, me puse a pensar en lo que había averiguado respecto a tan peculiar club; un privadísimo clan que no admitía mujeres y cuya composición no podía superar los siete miembros.
Pedro Cuttini, un ex pastor evangélico, había sido el encargado de seleccionar a cada uno de los componentes entre las fuerzas vivas de la pequeña comunidad serrana.
Lo hizo cuidadosamente, tratando que cada uno de los integrantes -amén de representar a diferentes estamentos sociales - pudieran acreditar una excluyente soltería. Mujeres sí, pero sin el sello made in Iglesia.
Superadas las naturales especulaciones, el grupo quedó constituido de la siguiente manera: Pedro -“la voz de Dios”, como él gustaba autodefinirse -. Adrián Gutiérrez López, gerente del único Banco del poblado. Vicente Faldutti, responsable del destacamento policial y también Julián Reynoso y Felipe Bustos. El primero, abogado penalista; Bustos, un reputado médico, oriundo de la zona, y por último, la participación de Carlos Manuel.
El invitado de esta noche para participar del interrogatorio- todos los viernes se convocaba a un invitado diferente- era Julio César Pertone, un ignoto porteño propuesto a instancias de Julián, pese a la férrea oposición del policía.” Es un tipo raro; no me gustan esos solitarios que llegan de Buenos Aires y actúan como los topos “se justificó entonces.
Como excepción, y a expreso pedido de Carlos Manuel convertido en todo un personaje - el pueblo entero sabía de sus delirios musicales - el grupo había consentido mi participación (yo creo que en realidad se vieron seducidos por la idea de las lasañas más que cualquier consideración de cortesía).
Respecto a Julio César, pronto coincidí con Vicente que el tipo se las traía en cuánto a su imagen de tipejo bastante raro. Membrudo y cuarentón, lucia unos bigotes a lo Clark Gable y como éste, acusaba una sonrisa sobradora. Generalmente se mostraba parco aunque cuándo soltaba alguna prenda, estilaba manejar un lenguaje un tanto críptico e incoherente.
Según Felipe, en algunos aspectos se comportaba como un paranoico.
Observándole esta noche, era evidente que el alcohol -acompañando una picada -comenzaba a abrir cauces expresivos en su cerebro.
Cenamos con cierta premura, enmarcados en un diálogo formal aunque un tanto tenso. Todos éramos conscientes de la aptitud defensiva de Julio César, que no parecía predispuesto - antes bien, todo lo contrario- para este tipo de reuniones.
Yo creo que había decidido participar del juego de la verdad, a instancias de la presión del grupo (por otra parte, el hombre necesitaba sacarse de encima el estigma de ermitaño que se había ganado entre los lugareños).
Claro que en estos momentos, resultaban evidentes sus esfuerzos para evitar que las palabras se descolgaran a través de sus labios finos y apretados.
A la hora del café, el viento comenzó a filtrar su siseo entre las hendijas.
Cosa extraña esto del viento; oyéndolo silbar, siempre me viene a la memoria cierta frase de mi abuela”: Son los muertos que nos hablan por medio de su boca”.
Y no vaya a creer uno que se trataba de un desvarío de geronte... (En realidad mi abuela -orensana ella-, no hacía más que transmitir una vieja leyenda celta, que tanto arraigara en el espíritu galaico). No señor, nada de eso.- ¿Me gustaría saber porque abandonó la Capital?
Vicente se animó a la primera pregunta.-Es un tanto difícil... -No se ande con rodeos, amigo- insistió Vicente-. Ya sabe que las reglas... -No necesitan recordarme el asunto de las reglas - respondió con una arista agresiva Julio César.-. Lo que pasa es que es difícil de explicar. ¡Son tantas cosas...!-Tómese su tiempo, Julio- señalé metiendo una cuña en la disputa. Al fin el personaje y el ritual, habían terminado por instalar en mí cierta curiosidad morbosa.-Sí, sí, lo haré. Trataré de hacerlo. La cosa comenzó hace unos años, cuándo yo decidí aceptar el trabajo que ellos me propusieron.- ¿Qué trabajo? - indagó uno.- ¿Quiénes son ellos? -preguntó otro.
¡Qué preguntas! Se supone que todo el mundo sabe que ellos son ellos y el trabajo es el de siempre...
Nos miramos como diciendo que le pasa a este tipo, o bien, quién se cree que es este boludo. No obstante, como si existiera el tácito deseo de no embarrarle la cancha, todos hicimos mutis por el foro.-Continúe... - invitó Vicente.
-Bueno...; Al principio la cosa funcionó sin problemas. Todos los días tenía que atender uno o dos casos; trabajos especiales, de ésos que a mí tanto me gustaban...
-¿Pero usted era...?-objetó Vicente, sin animarse a nombrar lo que muchos ya estábamos pensando.
-¿Yo...? Bueno..., yo era la eminencia. Así me llamaban ellos. Sí, señor. Eminencia de aquí y eminencia de allá. “Eminencia: a ésta déle sólo media máquina.” O bien: “Eminencia: a ésta hágala de goma”. Jé, jé... Ellos me habían hecho un especialista con las mujeres.
A esta altura, no podía disimular una inquietud creciente. Empezaba a comprender aquello respecto a lo causal de lo casual. Pero así son los avatares de la vida; arcanos sortilegios que solían prescindir de nuestros propios y limitados deseos.
Resultaba irónico, casi incongruente, que después de tantos años de desolación y muerte; después de tantos sueños e ilusiones que habían quedado sepultados por obra de los esbirros del Imperio, la vida me ponía frente a frente con un torturador, un verdugo a sueldo del sistema.
Pronto lo sentí: el maldito escozor que tantas veces me había acompañado a lo largo de los años de plomo. Debía aguantar y controlarme (mi signo astral era ducho en estas cuestiones de sofrenar los instintos); por otra parte era un invitado especial y no tenía el derecho de arruinarles la velada.
Noté que la voz de Julio César sonaba ríspida, como si cada palabra fuese un parto doloroso. Sin embargo, algo me hacía pensar en que el hombre escanciaba cada frase como si catara entre su boca el mejor de los vinos(a propósito, recién en esos momentos me di cuenta que ya había terminado con uno de los impagables vinos de los López, y apuraba una segunda botella.
Tenía la impresión de que todos conteníamos la respiración con dificultad. Pero cuándo miré al abogado Julián - sentado frente a mí-, me llamó la atención ver su rostro sereno, como exento de las angustias colectivas.
También la cara del gordo se mostraba distendida; su papada -“bocio maligno”, pensé-, le confería un aspecto de solitario bull-dogg.
-Así era la cosa. Eminencia de aquí, eminencia de allá. Como les dije, todo venía bien; claro que sí, caramba. Había que parar a esos hijos de puta que andaban haciendo de las suyas.
-¿Y cómo era la cosa? - volvió a indagar Vicente-. Pregunto que..., ¿cuál era su trabajo?
-¿No lo dije? No, no, claro; no lo dije. Y bueno, a veces era con la máquina y en algunos casos, cuándo venía algo aburrido, jé, teníamos otros métodos. ¿Conocen el submarino? ¡Ah...!, El submarino... Uno las hacía juntar la porquería, toda, ¿eh? ; toda la porquería de estas hijas de perra en un balde, y después que mis ayudantes la colgaban boca abajo, así, ¿... vieron como esas medias reses que se cuelgan de los ganchos...? Ahí está. Entonces les metíamos toda la cabezota dentro de la inmundicia; sí señor, era un gusto ver como sacudían el cuerpo las cerdas... jajajajajaja... Claro que la cosa no pasaba de los diez segundos, si no..., las malditas reventaban como si tuvieran la boca cosida.
-¡Yo no aguanto más! - gritó de pronto Adrián, intentando levantarse.
-¡Eso! Eso mismo decían estas canallas después que uno les asía de los pelos fuera del balde. Pero ¡qué bah! Las condenadas se bancaban eso y mucho más. Sólo cuándo perdían el conocimiento, uno paraba la cosa hasta que ellos quisieran otra vez ponerlas en mis manos.
-Discúlpeme, Julio - Vicente se había convertido casi en exclusivo interrogador -. ¿Usted dijo que al principio la cosa marchaba bien...? Oiga: me gustaría saber cuándo empezó a marchar mal.
Repentinamente, el semblante de Julio César se contrajo. Entreabriendo la boca, rechinó la dentadura unos segundos antes de responder, mientras las primeras gotas de sudor, como cansinas lombrices, raptaban por su frente.
-El trabajo empezó a ponerse fulero por culpa de ella -creo que todos quisimos preguntarle quién era ella, pero esta vez optamos por callar-. Ella... No sé como explicarlo. Al principio no se metía conmigo. No señor, para nada. Yo hacía mi trabajo con tranquilidad. Muchas veces, ¿por qué no?, se me daba por contarle lo que hacía. Me sentaba en la cama, encendía un cigarrillo y ahí nomás le comentaba: hoy me tocó una gata preñada, ¿sabés? Ellos te la envían en bolas y por ahí te dicen: ¿Quiere montarla, eminencia? Pero no, nada de eso; yo nunca quise abusarme; las porquerías siempre se las dejé a los muchachos. Shhhhhh... ¡Faltaba más! Yo nunca quise ensuciarme con esas cosas, no señor.
En esta parte del relato, sentí que mis vísceras se revolvían, mientras un ardor insoportable circulaba desde mi esófago hasta la garganta.
-Yo siempre digo que cuándo muere el espíritu, crece la sangre...
Debo haber mirado de mala manera al músico porque pronto se llamó a silencio.
-.Al principio ella era dócil, muy dócil. Yo podía decirle tranquilamente que sólo agarraba la máquina para metérsela en esos agujeros sucios. Teníamos una que era divertida de verdad: en una jaula teníamos siempre una provisión de lauchas; eso sí, especialmente chiquitas...; Entonces, les hacíamos abrir bien las piernas, todas en pelotas eh, y después que uno de los muchachos le untaba de queso el sucio agujero, ahí le metía yo el animalejo que se movía enloquecidamente mientras las putas chillaban como marranas. Dios... ¡Había que ver como gritaban las malditas! Pero hablar... No señor, no; Hablar no hablaban casi nunca...
Mientras en el baño Adrián se retorcía en medio de arcadas, yo sentía que algo en mi estómago pugnaba por salir. Asco. Una sensación de asco casi incontrolable. No obstante, ni yo ni el resto de los comensales intentamos siquiera detener las repugnantes confesiones de Julio César.El morbo se había adueñado de esa estancia.
Miré al torturador. Al observar sus prominentes arcos ciliares -enrojecidos como una brasa-, me día cuenta que el alcohol continuaba estragándole el cerebro.
Dentro del silencio mefítico de la sala, uno tenía la impresión de que millones de partículas -como ínfimas y pegajosas miasmas-, se movían en el aire entre sordos y amortiguados tintineos
Después de abrirle paso a un sonoro eructo, Julio César retomó el relato, sumido ahora en una sostenida agitación.
-También le confesaba que si alguna de estas infelices se ponía terca, ¡a la morsa con ella! Sí señor; nada mejor que la morsa en estos casos. Las manos en la mesa..., una vuelta de torniquete... ¡Y listo el pollo! Preparada, perfectamente preparada para que la eminencia realizara otro de sus trabajos especiales. Primero un clavo, no muy grande; así más o menos ¿ven? Después se lo introducía entre la carne y la uña, y con un martillito de este tamaño, se le empezaban a dar golpecitos; así, así. Je, je... Entonces, cuando las muy putas no querían hablar -shhh, siempre conque no sé nada, no sé nada - les mostraba de pronto una tenaza y dulcemente, dulcemente, eh, les prometía que de un solo tirón perderían sus preciosas uñas. ¡Carajo! A veces no quedaba más remedio que hacerlo nomás... ¡Y ahí sí que hablaban, carajo! ¡Las putas no querían perder sus preciosas uñas...!
-Esto ya es intolerable -gritó Felipe-. Me sobrepasa. ¡Yo no sé como mierda aguantan ustedes! Me voy a la galería.
Durante los últimos instantes, yo había permanecido con la cabeza baja transmutado en una de las víctimas de aquel troglodita, escuchando la gangosa voz del victimario, convertido en “víctima” de esa noche. Víctima atosigada por una palidez extrema, refugiada en la cuenca de sus ojos.
Ahora, sólo ahora uno entendía su rechazo original a este morboso juego; llamaba la atención - al menos a mí - que la manera dramática y angustiosa del relato, no condiciera con la imagen fría y templada de este tipo de sujetos; pero ya sabemos como la naturaleza humana impone sus propias excepciones.
En medio de un silencio denso y sofocante- se podía rasgar el aire como si fuere una invisible tela-, me oí preguntar:
-Oiga Pastor: ¿Qué nos dice Dios a todo esto?
-¿Dios...? -ensayó el religioso con una mueca de escepticismo-. Dios siempre está en uno, para pedir cuentas cuándo falla la justicia de los hombres.
Vicente no parecía resignarse ante el momentáneo mutismo del interrogado. Observando su boca abierta como un estúpido mero, quiso meter más hondo el bisturí.
-Así que a ella... ¿se le dio por joder...? Digo..., no le gustaba lo que usted hacía ¿no?
Julio César permaneció callado unos momentos antes de responder a la ansiedad morbosa de Vicente; esa ansiedad que para mi propia sorpresa, yo asumía como propia y la imaginaba cómplice de nuestras libaciones.
-Muchas veces me dije: no tengo que darle pelota; voy a matarla con la indeferencia; total, pensaba, a la larga se cansará de martirizarme. Pero no; la maldita no se daba por vencida. Ya no tenía que soportarla sola en mi casa, sentada frente a mí a la mesa, o acostada en la cama dale que te dale como una máquina incansable. Hasta cuándo hacía mis trabajos me imaginaba que ella estaba allí mirándome fijamente...
-¿Y qué hizo usted, Julio? ¿Qué hizo para sacársela de encima? -insistió la ansiedad de Vicente.
-¿Qué, que hice yo...? Eso mismo me lo pregunto aún.... Que hice yo... ¿Qué hice yo...? ¿Pero que fue eso? ¡Eh! Oigan...; creo que alguien llama. ¡No abran...! No, no abran por favor... - la voz de Julio César parecía desinflarse por momentos.
Todos miramos hacia la puerta -incluso hasta Adrián, apoyado contra el marco de la puerta del baño-.
Tomados por un silencio ceñido, sólo se oía el retumbar de los truenos en retirada, como si un pequeño ejército arrastrara cajas entre las nubes.
Julio César era el retrato de la desazón.
Ahora el sudor le bajaba desde su cuero cabelludo en forma de agua maloliente.
En la mirada del verdugo se dibujaba un extraño terror.
-Y me lo dijo - la voz sonaba escarnecida, como si alguien pateare en el trasero a las palabras- Sí, señor que me lo dijo. Yo te voy a seguir a todas partes. Y así fue. Cuando ellos me dijeron que debía tomarme unas vacaciones... Váyase un tiempo a las sierras, me dijeron. Allí el aire es bueno para reponer energías. Lo que usted tiene es un poco de cansancio. Eso me dijeron ellos. Pero yo fui un estúpido porque no tuve huevos para confesarles que el asunto era por ella, por la maldita hija de puta que no me dejaba vivir en paz.
-Pero... - quiso terciar Vicente vaya uno a saber con que inquietud.
-Todavía no sé por qué-... -Julio César no estaba dispuesto a callar-. Ella nunca me había molestado antes. Nunca, eh. No sé como decirlo pero al principio convivimos sin problemas, casi amigablemente. Pero..., ¡qué sé yo! Un día se desató la endemoniada y desde entonces ya no tengo paz.
-Bueno hombre, creo que ya está bien. Se está poniendo usted mal. ¿No quiere tirarse un rato en la cama?
-No, no. Es peor si me callo. Hace mucho tiempo que necesitaba contar estas cosas porque tenía como una bola de acero aquí en la garganta... Necesito hablar- vi como se pasaba un pañuelo por la cara hinchada de sudor-. Todavía recuerdo cuándo me escapé de mi casa. En silencio, ¿saben? Shhhh, me fui casi en punta de pies. ¡Ahhhh! ¡Cómo aspiré el primer día el aire serrano! Sin recuerdos fastidiosos. Sólo; sólo yo dentro de mi habitación, en la sala; sentado a la mesa o haciendo mis necesidades en el baño. Sí señor; yo me sentía muy bien durante los primeros días en este hermoso lugar, claro que sí carajo, claro que me sentía bien...
De pronto se me ocurrió pensar que si una mosca volase a través de la mesa, seguro que asaltaba nuestros oídos como un viejo B 25.
A esta altura, el interrogado parecía una ruina a punto de desmoronarse.
Por ese entonces, creo que una mezcla de indignación y piedad, comenzaba a ganar nuestros sentimientos.
Sí, de piedad, porque aunque hablamos de una infamia, yo tenía plena conciencia que los malditos genes, esos dictadores omnipotentes del ADN, condicionaban nuestra cochina vida para bien o para mal (En última instancia, la santidad o el crimen no eran patrimonios que uno podía adquirir por imperio de la voluntad; los ladrillos moleculares siempre fijarían irreversiblemente nuestro patrón de conducta, sin posibilidad de reclamo alguno).
Entonces las neuronas (las de uno, claro) a contramano de sus propios cortocircuitos eléctricos, terminaban por sucumbir a la misericordia.
La excepción-ya lo dije- provenía de Julián que observaba todo con frialdad escandinava; el rostro del abogado parecía el paradigma de la serenidad, como ajeno a la tensión general.
-Sin embargo... - Julio César pareció sacar sus últimas fuerzas de su abatimiento, sin dejar de jadear, en medio de espasmos que sacudían visiblemente la gordura de su cuerpo-. Sin embargo..., la obstinación de ella parece que pudo más al fin. Hace unos días, al volver una tarde a mi casa, la muy hija de puta me estaba esperando. ¿Dónde, se preguntarán ustedes? ¡En la cama! ¡En la mismísima cama volví a encontrármela a la turra! Pero ahí está otra vez.... ¿No la escuchan...? ¡Ahí está otra vez la maldita que me ha seguido hasta aquí! ¿Pero que carajo les pasa...? ¿No la escuchan como golpea a la puerta...?
Todos volvimos a apretarnos codo a codo con el silencio. Sin embargo, yo también tuve la sensación de oír unos golpes en la puerta.
-¡Ábrale Vicente! ¡Ábrale usted que está más cerca...! -gritó Julio César con una entrecortada y metálica voz.
Como impelido por una fuerza misteriosa, la grotesca figura del policía se abalanzó hacia la puerta. Casi acompañé sus movimientos, hasta el preciso instante que jalaba el picaporte.
Repentinamente, tres fogonazos hendieron el aire viciado por el humo del tabaco.
Todo había transcurrido tan vertiginosamente, que ninguno de nosotros había alcanzado a ver como Julio César, después de extraer una Luger con silenciador, disparaba hacia la puerta de calle.
Al reparar de nuevo en él, lo vi rígido, con la boca abierta y los ojos fijos como manchados huevos de codorniz.
Luego de tomarle el pulso, Felipe hizo nones con la cabeza.”Ha sido una síncopa” -dijo.
Carlos Manuel, con una copa de vino entre sus finos dedos, volvió a perturbarme el oído y la paciencia con aquello de que al morir el espíritu, crecía la sangre. Tuve ganas de mandarlo al carajo - con todas sus blancas y corcheas-, pero me contuve. Instantes en que el subconsciente habló por mí cuándo me oí preguntar si alguien sabía algo acerca de esa mujer que tanto perturbara al muerto.
-¿Qué mujer, Gregorio? ¿Qué mujer? Este infeliz hijo de puta vivía sólo. Aquí, y allá en Buenos Aires.
Julián no pareció sorprenderse de mi mirada sorprendida. Como si hubiera intuido mis pensamientos, se apresuró a continuar:
-Yo lo hice seguir permanentemente. Hasta aquí habían llegado denuncias de los organismos de derechos humanos sobre su paradero - hasta el propio Sábato tomó cartas en el asunto a través de la comisión Nunca más, que preside-; por supuesto que debí moverme con la máxima discreción al respecto. Te digo más: cuándo recabé informes al Departamento Central, me informaron todo, menos el oficio real de este tipo. Ahora... ¿a quién le cargaremos este muerto? ¡Ta que lo pario! ¡Lindo kilombo para el pueblo! Menudo lío vamos a tener con ellos...
La cara de Vicente -desvaída como una pelota con los tientos gastados- no aparentaba asombro. Lo era. Su voz sonó desinflada cuándo se animó a indagar, mirando al abogado:
-¿Así que vos...? Pero mi viejo... ¿no pensás que debiste avisarme al menos...?Julián ni siquiera le respondió. Todos estábamos pendientes de sus palabras.
-Este hombre odiaba a las mujeres. En realidad, esto no figuraba en el informe. Lo intuí yo luego de corroborar su condición de misógino y misántropo. Por otra parte, se había marchado de su casa paterna, luego de enterarse que su propia madre comenzara a ejercer la prostitución, al poco tiempo de quedar viuda.
En medio de una enorme confusión, me di cuenta que ya no podía continuar prestando atención a la verborrea del penalista.
Creo que fue en esas circunstancias, cuándo me dije que tendría que desaparecer rápidamente del pueblo, antes que ellos vinieran a buscar a Julio César; que si bien estábamos en democracia. nada estaba seguro todavía.
Observando el rostro de éste, viendo como el terror había cincelado su cara con una expresión de espanto, sentí que me invadía un intenso escozor, al recordar de pronto las precisas palabras del pastor.

viernes, 9 de abril de 2010

"Los Etarras", otro capítulo

Las historias le parecieron creíbles, algunas fuertes, como el relato del atentado. De todos modos, se dio cuenta que había que pulir algunas cosas desde el punto de vista gramatical. Nada grave pero debería hacerlo para estar a la altura del exigente concurso.

























Los Etarras


Por momentos me costaba creer que los hombres de los Falcon ya no chupaban militantes y que uno podía andar libre sin temor de aparecer al otro día en un zanjón con un orificio de bala en la cabeza.
Llegué a Córdoba a mediados del 84. Por entonces, Alfonsín representaba la nueva esperanza de los argentinos.
En mi carácter de militante independiente del peronismo (en realidad concurría como ex integrante de la Juventud Universitaria Peronista) había sido invitado por los muchachos de Franja Morada, para participar de un encuentro de Juventudes políticas.
Después de los años de terror de la dictadura, sentía que la pasión política se había instalado con más fuerza, en una carrera contra el tiempo perdido. Tal vez por eso, todos los que participáramos de una larga militancia de derrotas y sinsabores, teníamos el íntimo deseo de que al menos las muertes y los desaparecidos hubieran servido para algo.
Y este al menos no era poca cosa; la democracia representaba la libertad ansiada, el poder expresar las broncas contra las injusticias sociales. Pese a sus notorias falencias, con la democracia podríamos intentar volver las cosas a sus cauces naturales. Por eso asistía como observador independiente (claro que por aquella época, ya empezaba a tener mis primeras disidencias con las formas ortodoxas de hacer política).
Los organizadores estaban al tanto de mis disidencias con mis antiguos camaradas montoneros, y creo que esa había sido una de las principales razones de la invitación.
Por otra parte, tenía conciencia de no ser una figura trascendente (apenas de segunda línea).y acepté la invitación porque tenía el firme deseo de ver cómo funcionaría esta esperada apertura democrática entre los jóvenes y los que no lo éramos tanto.
Nunca justifiqué la lucha armada - me refiero a modificar políticas en vigencia, mediante la utilización de métodos violentos, con la autodeterminación para secuestrar, torturar y/o matar a los potenciales enemigos ideológicos -; y mucho menos si esa lucha solía valerse de tácticas terroristas en las que casi siempre se sacrificaban inocentes.
Tuve siempre una postura muy personal al respecto.
Recuerdo que cuándo pasé a España después de abandonar Estocolmo, a los 10 días de estar en Madrid, me vinieron a ver dos tipos de la ETA.
Sin remilgos ni más vueltas se presentaron como responsables de un comando local, diciéndome que querían intercambiar ideas respecto a estrategias y tácticas de guerrilla urbana.”No te sorprendas tío- me dijo un vasco de San Sebastián, cuyos pelos de la barba parecían piquetes de alfileres negros-. Tenemos una buena red de informaciones y ya sabemos de ti desde que llegaste a Estocolmo. Ya hombre, que estamos en la misma. Vosotros fallasteis y seguramente estaréis haciendo la autocrítica correspondiente. Nosotros tenemos aún un largo camino por delante y entonces...”
Allí se interrumpió porque su compañero, un tipo de mirada penetrante, tomó bruscamente la palabra: “...vayamos a la verdad; vosotros sabéis sobre el manejo de grandes grupos de militantes en táctica de guerrilla urbana. Además, tenéis más tiempo en esto; sois como los tupamaros, carajo. Y nos gusta vuestro estilo porque habéis demostrado tener cojones”.
Claro que hablé con ellos. Además, no tuve opción. Me subieron en un coche y nos fuimos a una pensión de mala muerte, en las afueras de la ciudad.
Los etarras se llevaron un chasco conmigo.
Recuerdo que tenían excelentes provisiones; pronto armamos una mesa con buenos quesos y embutidos españoles - sobre todo, un jamón de aquellos - con un par de tintos riojanos que terminó aflojando los naturales resquemores.
En principio, confundían las acciones de los distintos grupos: no tenían muy en claro cuáles eran las diferencias entre montoneros, el ejército revolucionario del pueblo, las llamadas fuerzas armadas peronistas y las luchas encaradas por los distintos grupos políticos universitarios. El caso es que creían que yo era un militante montonero. Me parece que metían a todos en la misma bolsa.
También creo que ni siquiera tenían en claro los objetivos revolucionarios de unos y de otros. Cuándo les confesé que yo nunca había participado de una acción directa de lucha armada, y que esto me había traído serios problemas con la dirigencia, se mostraron sorprendidos.
Pero mucho más se contrariaron al confesarles que parte del movimiento me consideraba un traidor y que hasta algunos hablaban de connivencia con los servicios.
El de barba como alfileres, se atragantó con un pedazo de queso, y su amigo debió darle dos golpes en la espalda para que el tipo escupiera el bolo cremoso untado de una gruesa capa de saliva.
“Hombre...: ¿y por qué coño os metisteis en un movimiento armado? ¡Con eso no se jode, mierda!”
Menos mal que el Riojano disparaba las neuronas convirtiendo lo dramático en una charla amena y coloquial...
Les expliqué entonces de mi empatía con el movimiento a través de la imagen de Evita. “¡Hombre! Yo tenía un abuelo franquista en Irún, cabrón él, que siempre recordaba la visita de vuestra Eva y que siempre decía que gracias a la Argentina los españoles habíamos tenido pan y no sé cuántas cosas más” - acotó el Etarra.
Cuándo les conté de mi abuelo gallego, ambos fruncieron la boca en un gesto despectivo, y ante mi mirada sorprendida, el de barba dura se despachó muy suelto.”Nada hombre. Nada. Que no nos llevamos muy bien con los gallegos. Eso.”
Claro que por la acción del condenado tinto, yo también terminé por soltarme.
Primero les confesé que había llegado al movimiento porque en sus origines planteaba con claridad una lucha anti-imperialista. Que luego, atento a las dimensiones que tomaba - les conté que en una manifestación portentosa, se habían congregado más de 200.000 jóvenes de diferentes corrientes de liberación nacional- el enemigo central, o sea, el corazón mismo del imperio del cuál los Estados Unidos no eran más que un apéndice-, pronto infiltraron el movimiento porque representaba la excusa perfecta para convertir a la Argentina en un país dependiente, vacío de contenidos nacionales. Violencia y represión: la ecuación perfecta, dije. Y de allí la escalada de sangre y los miles de desaparecidos y que patatín y patatán.
Recuerdo que fue el único momento en que los vascos aquellos sintieron que había una cuestión de piel entre nosotros.
Pero pronto fruncieron la cara. Fue cuándo les hice referencia a que el poder político del mundo -y hablaba de las instituciones parlamentarias formando parte de gobiernos presidencialistas o monarquías - pronto habría de convertirse en una fachada. Que el capitalismo entraría en una variante salvaje como consecuencia del poder dominante del viejo complejo militar industrial, ahora aliado con los grupos financieros y las empresas monopólicas, y que no faltaba mucho para que estos grupos utilizaran a Estados Unidos como ariete desembozado en aras de establecer un sistema concreto de dominación mundial
¿Quién podía imaginar en aquella primavera del 81, la deserción y posterior caída de la Unión Soviética, sostén entonces (interesado, claro) de los movimientos populares que tanto disgustaban a los popes del Imperio Occidental y Cristiano?
Sin embargo, por intuición, por haber aprendido a leer entre líneas los códigos políticos en vigencia, y en parte tal vez por haber mamado la historia del hombre a través de mi carrera de Filosofía y Letras, me escuché yo mismo con sorpresa aventurar la caída del otro imperio.”Los rusos no podrán aguantar mucho tiempo más esta carrera armamentista - acoté -. En desarrollo económico, están 20 a 1 en contra con los yanquis. Y ese drenaje van a terminar pagándolo muy caro”
Recuerdo que los vascos se miraron entre sí como si tácitamente se preguntaran ¿tu escuchaste lo que yo escuché? , y luego me observaron largo rato en silencio mientras yo hacía una mueca estúpida.
Pero lo peor estaba por llegar. Y llegó cuándo les dije que todos los movimientos populares de supuesta liberación nacional, triunfarían o caerían en la derrota de acuerdo a los planes del Imperio. Si para éste resultaban útiles y no entorpecían su alta estrategia política, el éxito estaba asegurado. De lo contrario, les sobraba dinero, tecnología y servicios, para destruir solapadamente a cualesquiera de estas organizaciones por más poderosas que éstas fueren. Y que así había pasado con nosotros.
A esta altura la charla se había convertido en una sucesión de gritos y risotadas acompañadas de fuertes palmadas en la espalda, con la complicidad del buen vino de los españoles.
De cualquier manera terminamos bien. Les reconocí su derecho a pelear por sus ideales -eso sí, tuve huevos (siempre libación etílica mediante) para decirles que ninguna causa justificaba la sangre derramada de un solo inocente, y esto sí que no les gustó un carajo.
Nos despedimos entre abrazos y deseos de reencuentros y nunca más nos vimos. Sin duda yo había resultado un chasco para ellos, o tal vez peor: un loco sin cuidado.

"LA VALIJA" ,otro cuento de la novela.

"La valija"



Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Se da cuenta que vivencia las palabras; una especie de misterioso bienestar derivado del propio pensamiento. Al fin ha llegado la gran ocasión, el momento esperado durante tanto tiempo. Comprende que ni siquiera todas las mejores palabras de vida, serían suficientes para agradecerle a los dirigentes de la organización, haber sido el elegido.
Uno entre centenares. Todos quisieron tener el honor de la gran misión.
Primero, participando del gran robo prodigiosamente preparado y ejecutado por los propios dirigentes. Luego, el largo viaje con la valija, transportando en su interior la maravillosa riqueza mineral, luminosa como un sol.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Es consciente que después de entregar la valija, sus mayores deseos se harán realidad: un nuevo poder; riquezas espirituales inimaginables; las más hermosas mujeres - incluso las que quisiera tener de acuerdo a sus necesidades o deseos -: para la cama, para el servicio personal, para charlas de carácter espiritual...
Mientras viaja en el Tube, cierra los ojos dejando que su imaginación se atreva a más. Las mujeres son su obsesión. Le gustan todas: altas y delgadas; bajas y rechonchas, morenas y blancas, de cabello rubio, negro, o enrojecido; con pecas o sin pecas; de culo grande o culo chico; lo mismo daba; le agrada la mujer por la mujer misma; Dios se las ofrece a los hombres como objeto de placer, en premio a su consagración religiosa.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Abre los ojos. Sentado frente a él, un hombre lo observa. Siente la mirada del desconocido como una aplanadora. Mira a sus dos compañeros de ruta: a través de sus imperceptibles sonrisas, supone que ellos comparten su regocijo interior. Es conciente que la misión es demasiado riesgosa y extremadamente importante para uno sólo; por eso han impuesto esa especie de guardaespaldas; sabe que ante cualquier contingencia negativa, sus compañeros tratarán de entregar la valija, aplicando un plan secreto que él desconoce.
Antes de emprender la misión, los dirigentes le han dicho que extreme los cuidados; que ya ha sido denunciado a las autoridades, el robo valioso. Pero no tiene temor. Por otra parte, carece del perfil de un sospechoso (todo ha sido minuciosamente preparado); incluso puede pasar por un perfecto caballero inglés: alto, de cuidadas facciones; ojos celestes de contacto, y traje tradicional oscuro, de impecable alpaca. Cree que su singular presencia, tal vez sea lo que concite la atención del hombre que continúa observándolo.
Es el momento de demostrar todo lo asimilado durante el largo aprendizaje: sostener la mirada; seguridad interior que deberá trasuntar el rostro, gestos firmes, movimientos naturales.
De todos modos, si el desconocido fuere policía, no podrá evitar el seguimiento de los hombres de Scotland Yard.
Pero el desconocido, luego de bajar la mirada, se pone de pie y avanza hacia la puerta de salida del vagón. Él lo sigue con el rabillo del ojo mientras siente el caño del silenciador de su propia arma, sobre el codo izquierdo.
"La valija debe ser entregada en el lugar prefijado, pero ante cualquier eventualidad de requisa, inmediatamente, sin dudar un sólo instante, se deberá aplicar el plan B".

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
La frase se libera desde algún recodo de su cerebro generando un imperceptible temblor en su cuerpo. Cierra los ojos invocando la protección divina. Dios, que es justo y todopoderoso, no permitirá que eso pase. Sabe que tendrá el paraíso prometido, los manjares exquisitos y las mujeres más hermosas, sólo a condición de entregar la valija en el punto preciso. Además, Ellos le habían prometido también que su familia sería recompensada con una importante suma de dinero para acabar con la miseria ancestral de los suyos.
Ve que el hombre de la mirada aplanadora desciende en la estación. Instintivamente, lo sigue con la vista hasta que se pierde entre el resto de los pasajeros.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Tres estaciones más. Luego, la escalera. La avenida bulliciosa, el monumento a Nelson ¿O sería el de Lord Wesseley, el famoso duque de Wellington? ¡Estos ingleses mal paridos siempre han tenido suerte...! De no haber sido por Blücher, por una parte, y por las hemorroides por la otra, Napoleón los hubiera derrotado en Waterloo. Citas históricas de sus estudios secundarios. De nada habían servido. Nunca fueron suficientes para ingresar a la Universidad, otro de sus sueños postergados por la miseria crónica. Pero que importa ahora.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Trafalguar Square. El corazón del mismísimo imperio británico. Cruzaría la calle. En la esquina opuesta lo estaría esperando el enlace. Traje negro, enteramente negro. No lo sigas. Él sabe que hacer con la valija.
Observa a la gente del vagón. Mujeres de impecable belleza. Buena ropa. Atildados gentleman s; empleados de oficina, algunos obreros; niños sin hambre. Tan cerca pero tan lejos de la gente de su pueblo.
Ahora es un hombre de delicados modales que lo mira con la barbilla levantada. Cree percibir cierta inquietud en aquellos ojos celestes. ¿Será cierto lo que se dice? Uno de cada cuatro ingleses es gay. Le parece demasiado. De todos modos, tiene en claro que no es un pueblo de maricas. Pero que importa eso ahora. Debe concentrarse.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Una nueva vida. Los indescriptibles placeres.
El conductor ha liberado el freno. Las ruedas comienzan a girar nuevamente sobre los rieles. Dos estaciones más; sólo dos estaciones. Tres minutos de tiempo y entonces habrá comenzado la cuenta regresiva. Adiós a la pobreza; adiós al colchón flaco, a la ropa raída y las comidas salteadas.
Piensa en su madre. Se había prometido tratar de evita los pensamientos que lo ligan a los afectos. Pero no puede evitarlo. Varias veces ha tratado de quitar la imagen de ella parada frente a él, mientras el tren subterráneo continúa raptando por el túnel. Imposible. El recuerdo vuelve una y otra vez entronizado en la imagen de ese cuerpo doblado, de rostro semita y cabellos grises; una imagen angustiosa que grita en silencio en su interior.
Está enferma. Es su madre. Neumonía. Hay un sólo remedio. Y un sólo laboratorio que lo hace. Nombre raro. Paraíso y goce. No, no; no es momento para pensar en eso. Dios le impone ese recuerdo y Dios sabe porque lo hace. Doscientos treinta dólares. Una locura. Su padre no gana ni la cuarta parte en el mes. Y eso debe repartirse para alimentar 7 bocas. Dos años atrás, apunto de cumplir diecinueve. Se organiza una colecta. La pequeña e ignota comunidad de 456 vecinos se moviliza. Todos ponen lo que pueden, y más también.
Esa noche, el padre cuenta los billetes arrugados y las monedas de todo tipo; hacen la conversión: apenas ciento treinta y un dólares con cincuenta. Su madre se muere. Necesita la droga para sobrevivir. Toma una decisión. Ha oído hablar de Ellos. Sabe que siempre andan buscando jóvenes como él. Aceptará trabajar para la organización. No le interesan los comentarios maliciosos. Sabe que algunos padres prohíben a sus hijos acercarse a Ellos. Dicen que andan armados, que roban, matan y todas esas cosas...

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
No, no; debe terminar con el recuerdo; sabe que lo fortalecerá en los momentos decisivos que se acercan vertiginosamente. El tren ha partido hacia la última estación de su itinerario. Unos minutos más y estará frente a la parte más difícil del recorrido. Se pone de pie. Los doce quilos de la valija, ladean ligeramente su hombro derecho. A través del vidrio oscuro, observa que sus guardaespaldas, aparentan mirar distraídamente. Su madre continúa reclamándolo a través del recuerdo. Debe acercar su oído para escucharla. “Ellos no son como nosotros. Dicen que roban y matan...”. Piensa que su madre no entiende, no podrá entender jamás porque pertenece a una generación incorporada al sometimiento. Pero entiende el acto de preservación de toda madre. Su padre lo bendice. Llora en un abrazo interminable.
Hace el juramento de rigor. No le importará robar; no le importará matar si se lo ordenan. Está escrito en el libro sagrado de sus ancestros.
La droga milagrosa llega tres horas después.
Oye el mecanismo del aire comprimido. La puerta se abre. Prefiere ascender por la escalera manual. Menos gente.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Cuenta los escalones. Diecisiete, dieciocho. Es mejor pensar en cualquier cosa para liberar la tensión que se torna extrema. Veinticinco, veintiséis. Tiene la sensación que la valija pesa mucho más de los doce quilos declarados. Se lo hemos robado a ellos, padre. En el corazón mismo del imperio. Treinta y cuatro, treinta y cinco.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
No ve el momento de que se haga realidad el premio prometido. Sabe que ellos van a cumplir. No tiene duda.
La niebla londinense se ha metido en el último tramo de la escalera a cielo abierto. Una llovizna pertinaz ha mojado los escalones.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Sale a la calle. Ve a lo lejos la borrosa imagen de la columna y el tradicional reloj de la torre, que está por marcar las seis de la tarde. Mira el monumento. Ahora lo ve con claridad. No es el tradicional duque. Es el manco Nelson, el tradicional y gran almirante de la flota. El corazón ha comenzado a latir de manera incontrolada.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Uno de los tradicionales transportes de dos pisos detiene su marcha al borde de la calzada. Los tradicionales pubs están atestados de bebedores de cerveza. El reloj, Nelson, Trafalgar Square, el transporte público, los pubs, todo muy tradicional, a tono con la tradición del viejo imperio; bien made in england, bien británico. Enseñanzas del manual.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Cruza la calle. Sus guardaespaldas se confunden con el resto del pasaje. Por unos momentos lo invade una inesperada duda. No recuerda si debe caminar hacia la derecha o hacia la izquierda. Consulta a sus guardaespaldas. Comienzan a caminar. De pronto se detiene frente al escaparate de un comercio. El cristal refleja su imagen y la de sus acompañantes. Cierto es que las apariencias engañan. Podían ser tomados por hombres de negocios caminando en medio de la acera atestada de transeúntes.
Rápidamente, se ha acercado a la columna de Nelson. Paraíso y goce. Goce y paraíso. Mira hacia su derecha: nada. Mira hacia su izquierda: el hombre de negro, guarecido debajo de una ochava. Ve su cara de póquer. No hay palabras entre ellos. Le entrega la valija.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Ahora el corazón parece un avestruz dando potentes patadas. La boca se ha ido resecando lentamente; la siente como una lija fina. Sigue con la vista al hombre de negro que se dirige al monumento de uno de los hacedores del imperio. Ahora lo comprende todo.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Sabe que en contados segundos, las voces cesarán; las caricias serán detenidas en el aire, y que miles de mujeres penetradas no podrán evacuar ni escuchar el grito liberador del orgasmo. Trafalgar Square; Piccadilly Circus, todo Londres, será pronto un intenso sol, cuándo el hombre de negro accione el percutor de la valija.

Seudónimo: 2+2=5

viernes, 2 de abril de 2010

"La Valija"

(Otro de los cuentos que Alonso Lama piensa enviar a un Concurso literario en España)

"La valija"

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Vivencia las palabras; una especie de misterioso bienestar derivado del propio pensamiento. Al fin ha llegado la gran ocasión, el momento largamente esperado.
Festeja haber sido el elegido. Uno entre centenares. Todos pretendiendo el honor de llevar a cabo la gran misión. Primero, participando del gran robo prodigiosamente preparado y ejecutado por orden directa de los supremos dirigentes. Luego, el largo viaje con la valija, transportando en su interior la maravillosa riqueza mineral, luminosa como un sol.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Es consciente que después de entregar la valija, sus mayores deseos se harán realidad: un nuevo poder; riquezas inimaginables, goce espiritual indescriptible; las más hermosas mujeres - incluso las que quisiera tener de acuerdo con sus necesidades o deseos: para la cama, para el servicio personal, para charlas de carácter personal...
Mientras viaja en el Tube, cierra los ojos dejando que su imaginación se atreva a más. Las mujeres son su obsesión. Le gustan todas: altas y delgadas; bajas y rechonchas, morenas y blancas, de cabello rubio, negro, o enrojecido; con pecas o sin pecas; de culo grande o culo chico; lo mismo da; le agrada la mujer por la mujer misma; sabe que Dios se las ofrece a los hombres como objeto de placer, en premio a su consagración religiosa.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Abre los ojos. Sentado frente a él, un hombre lo observa. Siente la mirada del desconocido como una aplanadora. Mira a sus dos compañeros de ruta: a través de sus imperceptibles sonrisas, supone que ellos comparten su regocijo interior. Es consciente que la misión es demasiado riesgosa y extremadamente importante para uno sólo; por eso le han enviado con esos hombres; sabe que ante cualquier contingencia negativa, sus compañeros tratarán de entregar la valija, aplicando un plan secreto que él desconoce.
Antes de emprender la misión, los dirigentes le han dicho que extreme los cuidados; que el valioso robo ya ha sido denunciado a las autoridades. Pero no tiene temor. Por otra parte, carece del perfil de un sospechoso (todo ha sido minuciosamente preparado); incluso puede pasar por un perfecto caballero inglés: alto, de cuidadas facciones; ojos celestes de contacto, y traje tradicional oscuro, de impecable alpaca. Cree que su singular presencia, tal vez sea lo que concite la atención del hombre que continúa observándolo.
Es el momento de demostrar todo lo asimilado durante el largo aprendizaje: sostener la mirada; seguridad interior que deberá trasuntar el rostro, gestos firmes, movimientos naturales.
De todos modos, si el desconocido fuere policía, no podrá evitar el seguimiento de los hombres de Scotland Yard.
Pero el desconocido, luego de bajar la mirada, se pone de pie y avanza hacia la puerta de salida del vagón. Él lo sigue con el rabillo del ojo mientras siente el caño del silenciador de su propia arma, sobre sus costillas.
"La valija debe ser entregada en el lugar prefijado, pero ante cualquier eventualidad de requisa, inmediatamente, sin dudar un sólo instante, se deberá aplicar el plan B".

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
La frase se libera desde algún recodo de su cerebro generando un imperceptible temblor en su cuerpo. Cierra los ojos invocando la protección divina. Dios, que es justo y todopoderoso, no permitirá que eso pase. Sabe que tendrá el paraíso prometido, los manjares exquisitos y las mujeres más hermosas, sólo a condición de entregar la valija en el punto preciso. Además, Ellos le habían prometido también que su familia sería recompensada con una importante suma de dinero para acabar con la miseria ancestral de los suyos.
Ve que el hombre de la mirada aplanadora desciende en la estación. Instintivamente, lo sigue con la vista hasta que se pierde entre el resto de los pasajeros.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Tres estaciones más. Luego, la escalera. La avenida bulliciosa, el monumento a Nelson ¿O sería el de Lord Wesseley, el famoso duque de Wellington? ¡Estos ingleses mal paridos siempre han tenido suerte...! De no haber sido por Blücher, por una parte, y por las hemorroides por la otra, Napoleón los hubiera derrotado en Waterloo. Citas históricas de sus estudios secundarios. De nada habían servido. Nunca fueron suficientes para ingresar a la Universidad, otro de sus sueños postergados por la miseria crónica. Pero que importa ahora.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Trafalgar Square. El corazón del mismísimo imperio británico. Cruzaría la calle. En la esquina opuesta lo estaría esperando el enlace. Traje negro, enteramente negro. No lo sigas. Él sabe que hacer con la valija.
Observa a la gente del vagón. Mujeres de impecable belleza. Buena ropa. Atildados gentleman s; empleados de oficina, algunos obreros; niños sin hambre. Tan cerca pero tan lejos de la gente de su pueblo.
Ahora es un hombre de delicados modales que lo mira con la barbilla levantada. Cree percibir cierta inquietud en aquellos ojos celestes. ¿Será cierto lo que se dice? Uno de cada cuatro ingleses es gay. Le parece demasiado. De todos modos, tiene en claro que no es un pueblo de maricas. Tampoco importa demasiado. Debe concentrarse.


Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Una nueva vida. Los indescriptibles placeres.
El conductor ha liberado el freno. Las ruedas comienzan a girar nuevamente sobre los rieles. Dos estaciones más; sólo dos estaciones. Un poco menos de cinco minutos y entonces habrá comenzado la cuenta regresiva. Adiós a la pobreza; adiós al colchón flaco, a la ropa raída y las comidas salteadas.
Piensa en su madre. Se había prometido tratar de evita los pensamientos que lo ligan a los afectos. Pero no puede evitarlo. Varias veces ha tratado de quitar la imagen de ella parada frente a él, mientras el tren subterráneo continúa raptando por el túnel. Imposible. El recuerdo vuelve una y otra vez entronizado en la imagen de ese cuerpo doblado, de rostro peculiarmente semita y cabellos grises; una imagen angustiosa que grita en silencio en su interior.
Está enferma. Es su madre. Neumonía. Hay un sólo remedio. Y un sólo laboratorio que lo hace. Nombre raro. Paraíso y goce. No, no; no es momento para pensar en eso. Dios le impone ese recuerdo y Dios sabe porque lo hace. Doscientos treinta dólares. Una locura. Su padre no gana ni la cuarta parte en el mes. Y es dinero que debe repartirse para alimentar 7 bocas.
Dos años atrás, próximos a cumplir los diecinueve. Se organiza una colecta. La pequeña e ignota comunidad de 456 vecinos se moviliza. Todos ponen lo que pueden, y más también.
Esa noche, el padre cuenta los billetes arrugados y las monedas de todo tipo; hacen la conversión: apenas ciento treinta y un dólares con cincuenta. Su madre se muere. Necesita la droga para sobrevivir. Toma una decisión. Ha oído hablar de Ellos. Sabe que siempre andan buscando jóvenes como él. Aceptará trabajar para la organización. No le interesan los comentarios maliciosos. Sabe que algunos padres prohíben a sus hijos acercárseles. Dicen que andan armados, que roban, matan y todas esas cosas...

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
No, no; debe terminar con el recuerdo; sabe que lo fortalecerá en los momentos decisivos que se avecinan.
El tren ha partido hacia la última estación de su itinerario. Unos minutos más y estará frente a la parte más difícil del recorrido. Se pone de pie. Los doce quilos de la valija ladean ligeramente su hombro derecho. A través del vidrio oscuro observa que sus guardaespaldas aparentan mirar distraídamente. Su madre continúa reclamándolo a través del recuerdo. Debe acercar su oído para escucharla. “Ellos no son como nosotros. Dicen que roban y matan...”. Piensa que su madre no entiende, no podrá entender jamás porque pertenece a una generación incorporada al sometimiento a los Imperios del hombre blanco. Pero sí entiende el acto de preservación de toda madre. Su padre lo bendice. Lloran en un abrazo interminable.
Hace el juramento de rigor. No le importará robar; no le importará matar si se lo ordenan. Está escrito en el libro sagrado de sus ancestros.
La droga milagrosa llega tres horas después.
Oye el mecanismo del aire comprimido. La puerta se abre. Prefiere ascender por la escalera manual. Menos gente.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Cuenta los escalones. Diecisiete, dieciocho. Es mejor pensar en cualquier cosa para liberar la tensión que se torna extrema. Veinticinco, veintiséis. Tiene la sensación que la valija pesa mucho más de los doce quilos declarados. Se lo hemos robado a ellos, padre. En el corazón mismo del imperio. Treinta y cuatro, treinta y cinco.
Paraíso y goce. Goce y paraíso.
No ve el momento de que se haga realidad el premio prometido. Sabe que ellos van a cumplir. No tiene duda.
La niebla londinense se ha metido en el último tramo de la escalera a cielo abierto. Una llovizna pertinaz ha mojado los escalones.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Sale a la calle. Después de unos instantes de confusión, ve a lo lejos la borrosa imagen de la columna y el tradicional reloj de la torre, que está por marcar las seis de la tarde. Mira el monumento. Ahora lo ve con claridad. No es el tradicional duque. Es el manco Nelson, el tradicional y gran almirante de la flota. El corazón ha comenzado a latir de manera incontrolada.
Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Uno de los tradicionales transportes de dos pisos detiene su marcha al borde de la calzada. Los tradicionales pubs están atestados de bebedores de cerveza. El reloj, Nelson, Trafalgar Square, el transporte público, los pubs, todo muy tradicional, a tono con la tradición del viejo imperio; bien made in england, bien británico. Enseñanzas del manual.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Cruza la calle. Sus guardaespaldas se confunden con el resto del pasaje. Por unos momentos lo invade una inesperada duda. No recuerda si debe caminar hacia la derecha o hacia la izquierda. Consulta a sus guardaespaldas. Giran hacia la izquierda. De pronto, se detiene frente al escaparate de un comercio. El cristal refleja su imagen y la de sus acompañantes. Cierto es que las apariencias engañan. Podrían ser tomados por hombres de negocios caminando en medio de la acera crecida de transeúntes.
Rápidamente, se ha acercado a la columna de Nelson. Paraíso y goce. Goce y paraíso. Mira hacia su derecha: nada. Mira hacia su izquierda: el hombre de negro, guarecido debajo de una ochava. Ve su cara de póquer. No hay palabras entre ellos. Le entrega la valija.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Ahora el corazón parece un avestruz dando potentes patadas. La boca se ha ido resecando lentamente; la siente como una lija fina. Sigue con la vista al hombre de negro que se dirige al monumento de uno de los hacedores del imperio. Ahora lo comprende todo.

Paraíso y goce. Goce y paraíso.
Sabe que en contados segundos, las voces cesarán; las caricias serán detenidas en el aire, y que miles de mujeres penetradas no podrán evacuar ni escuchar el grito liberador del orgasmo. Trafalgar Square; Piccadilly Circus, todo Londres, será pronto un intenso sol, cuándo el hombre de negro accione el percutor de la valija

sábado, 27 de marzo de 2010

"No podía dejar de verte"

Relato que pertenece a la novela.

“No podía dejar de verte...”

Mira hacia la calle.
La interminable espera a través de la ventana. 30 días sin venir. Estúpida aventura, típica infidelidad de adolescente. Un par de copas y la pelirroja que le tira toda la artillería erótica. Ya se sabe: la típica pasión en la que el instinto sexual apuesta todo a ganador. “Puedo explicarte...” “No necesito tus explicaciones. Te encamaste con ella; eso es lo que importa”. Respuesta visceral. A tono con el signo de fuego. Escorpio es así. A todo o nada. A mentira o verdad. Sin medias tintas.
Mira hacia la calle.
Ha comenzado a llover. El viento de marzo, sibilante, teje su lúdica sinfonía a través de los intersticios de puertas y ventanas. No vendrá. Seguro que no vendrá. O tal vez, sí. El primer aniversario. Mucho peso emocional. Cinco años seduciendo a través de cómplices miradas, hablando por medio de los ojos que lo decían todo. Demasiado en juego. Prejuicios atávicos. Con mucho en riesgo: las amistades, los parientes, la condena social a esa relación que todos veían venir. Aristas compartidas. Una historia común de frustraciones sentimentales. Por suerte sin hijos como secuela; sin esas sanguijuelas emotivas que tanto condicionan el espíritu. Tal vez vendría. La esperanza estalla en fragmentos de dudas. Pero es la esperanza.
25 de marzo. 2001. Mar del Plata. En medio de una serie de marchas y protestas sociales. Peatonal y Córdoba. Luro y Catamarca. Belgrano e Independencia. El piquete financiero reclamando a un país que no existe. Lo sabe bien; aún lo padece con ella en carne propia.
Mira hacia la calle.
Como siempre a lo largo de estos últimos 30 días. Pero hoy más que de costumbre. No ha podido separarse del amplio ventanal biselado que da al balcón terraza. La lluvia ha levantado una cortina plomiza que se extiende a ras de las olas. El mar parece corcovear.
Mira hacia la calle.
Siente que la lluvia predispone al recuerdo melancólico. Algo más de un año atrás. El piquete financiero había terminado. La larga caminata, el cansancio de las piernas, la garganta que parecía gastarse de improperios y de gritos, invitaban a una pausa. Corrientes y Peatonal. “El Vitti.” El tradicional café, refugio de tantas tardes solitarias. La angustia exalta el peculiar rostro. El dinero sustraído; las penurias económicas; las facturas vencidas. “¿A vos no te parece una injusticia? Estos ladrones de guante blanco...” Comparte su aflicción. Trata de consolarla. Las cálidas palabras se descuelgan con pereza de su péndulo bucal. Parecen enroscarse en las volutas de tabaco que ascienden hacia el cielorraso en busca de una muerte inasible. Y de pronto, el milagro: las manos de ella que se encuentran con las suyas, los dedos presionados, la mirada intensa empujando a la confesión que aún hace un último intento de refugiarse en la garganta. Hasta que el sentimiento oculto, eclosiona: “Y sí...; no lo soporto más. Hace cinco años que lo vengo guardando. Me gustaste desde el primer día que te vi. Estoy enamorada de vos”. Luego las manos que se apartan bruscamente. Miedos, angustias, prejuicios, una trilogía agazapada, siempre al acecho en ese amor que llevaba el rótulo de clandestino.
Mira hacia la calle.
Alguien corre por la acera con un paraguas dado vuelta. No sabe muy bien por qué, pero cree estar segura que una voz le dice que no deje de apostar a la esperanza.
Mejor seguir pensando. Piensa. Si leyó la carta, intuye que el milagro aún es posible.
Demasiado en juego. Lo sabe. No es una historia de típicos amantes comunes: la habitual cita- almuerzo o cena, según las horas de disponibilidad-; una charla donde ambos se desprenden por un rato de sus angustias hogareñas y comunes frustraciones, y luego sí, a la cama. Hotel nuevo o repetido- depende, siempre depende- según el peso de la rutina, y después del rutinario consuelo del orgasmo compartido - o no- , vuelta a soportar la otra rutina del hogar.
Pero esta historia era diferente. En lo social, en lo sentimental, en lo espiritual, pero sobre todo era diferente por la mágica conjunción de buscar a Dios en cada grito de los orgasmos excluyentes y compartidos.
Mira hacia la calle.
Una bruma incipiente avanza desde el Este. En pocos minutos, sabe que se devorará la costanera y que luego trepará hacia la calle alta que ahora permanece desierta. Por momentos, ve el fantasma de ella descender del pequeño auto rojo y luego cruzar la calle con su andar felino. Veinte pasos más y estará frente a la puerta de entrada. Oye el timbre, el sonido virtual que se instala en uno de los intersticios de su cerebro. Le entrega el ramo de rosas rojas preparado para ella. “No esperaba menos de vos...” le dice la virtual voz, y de pronto, el vacío, la imagen que se esfuma mientras el ventanal recupera su lugar en la realidad cotidiana.
Mira hacia la calle.
Lleva horas de pie escudriñando el asfalto y las aceras. Mejor volver a los recuerdos, sumergiéndose en los pasadizos de un amor sublime. Siempre en busca del nirvana; un amor en el cuál el sexo no estaba condicionado por los genitales. Sí, mejor recordar el último acto de amor, antes de la ruptura: preludio de masajes japoneses- una Geisha; una experta en hacer estallar los poros de la piel -. “Hay que liberar al cuerpo; dejar que hable y se exprese por cada una de estas pequeñas ventanitas de la piel. El espíritu protesta a través de la voz, pero sólo los poros abiertos pueden liberar las angustias de la carne”. Piensa, ¿cómo no amar a una mujer capaz de semejante pensamiento?
Mira hacia la calle.
El ruido de un motor sube por la cuesta. Pronto lo ve: es el pequeño auto rojo. El PC del cerebro hace clic. Pausa. Sintonía fina. No se trata esta vez de un auto virtual parido por la ansiedad de la espera. Es real. Y de él, no desciende el fantasma de ella. Es ella. Falda larga tableada, brillante piloto rojo, botas color ciruela.
Comienza a cruzar la calle. Como autómata, va en busca del ramo de rosas. La chicharra del timbre le suena como el mejor trozo musical de Mozart. Ruido de ascensor. Las puertas que se cierran.
El toc, toc sobre la puerta de madera. Inconfundible. Aspira hondo. Ensaya una sonrisa para Da Vinci. Abre la puerta. Las palabras, convertidas en un pequeño amasijo en el paladar. La ve sonriente. Serena. Ella es la que habla.
- No podía dejar de verte, María.


Te invito a visitar mi Web: www.sanesociety.org/es/JoseManuel

sábado, 20 de marzo de 2010

"E"

Aquí va otro de los cuentos que componen la novela(recuerden que el protagonista es escritor y los relatos forman parte de una serie con los cuales quiere participar de un concurso literario en España).
“E” Falsa alarma. Un nuevo intento fallido y otro golpe de suerte; claro que en esta ocasión, su extrema fragilidad se había salvado de la muerte por milagro. Debería extremar los cuidados, evitando correr el riesgo de otro engaño porque no tendría otra oportunidad. Sabía que Dios fijaba las reglas con dureza pero con claridad: una sola oportunidad; uno sólo de los suyos para alcanzar la liberación ansiada.. Iniciado el viaje, no había retorno posible. Y la opción era de hierro: la vida para uno; la muerte y el olvido para el resto. ¿Miedo? Sí, claro que tenía miedo; no en vano el miedo era la piedra angular de su existencia. Un miedo que no era gratuito desde el momento que el riesgo de morir era infinitamente mayor que el de vivir. Pero valía la pena. De triunfar en esa loca y desenfrenada carrera, el premio compensaría la suma de todas las angustias; pasadas y presentes. Pasadas, porque la historia colectiva de sus ancestros, había grabado a fuego en su memoria los avatares de la raza. Presentes, porque ahora formaba parte de los elegidos; tenía el privilegio de hacer realidad ese ansiado sueño de acceder a una nueva y maravillosa vida; dejar para siempre los oscuros vericuetos de su infra existencia, en medio de los continuos terremotos que sacudían su frágil estructura. Todo eso quedaría ahora en el pasado; todo eso, más la insoportable experiencia de padecer impotente, los agudos y persistentes gritos, cada vez que el frágil tubo se movía por los infinitos corredores de su extraño y gigantesco universo. La memoria colectiva era sabia: de alguna manera sabía que al formar parte del alucinante viaje, en primer lugar se debería prestar atención al acople; si era brusco, mejor dejar el intento para otra ocasión (la ansiedad- él también lo sabía- jamás era buena consejera); demasiados muertos -no, no: muertos no: suicidas, se corrigió- en ese loco e inútil intento por tratar de ganar la nueva vida. En segundo lugar, saber que el río lechoso y traicionero no admitiría ningún error a la hora de lanzarse en su torrente vertiginoso. Que no era cuestión de quemar las reservas energéticas durante el escaso tiempo para llegar a la meta. Dios no admitía errores, pero Dios era justo: todos gozaban de idénticas oportunidades como parte sagrada y original del libre albedrío. Castigo o redención, ése era el dilema. Si se renunciaba al riesgo por terror o cobardía, el castigo sería el anonimato eterno, la condena de permanecer aislado, ocioso y vacío, lejos del gran río que llevaba a la nueva vida. Pero si se acometía el riesgo- con todas las implicancias de la latente amenaza de la muerte- entonces, la redención era posible. En cuánto a él, era consciente que ahora ya no habría retorno posible. Al fin, luego de abandonar la celdilla que lo mantuviese sujeto durante tanto tiempo, se había decidido -como el resto de sus anónimos adversarios-, a salir en busca del gran río( desde su refugio, a la espera del inminente acople, presentía que el caudal se tornaría pronto gigantesco). Claro que tendría que soportar la agonía de una lenta y desesperante espera. Aplicar su mejor percepción para saber el instante preciso en que debía arrojarse en la corriente, en pos de la gran luz que lo esperaba al final de ese oscuro conducto. Percepción fina, además, para intuir el momento del acople fluido. Entonces sí, al escuchar la Gran Voz de alarma, no dudar en arrojarse al caudal, cuándo millones de voluntades como la suya habrían de sumergirse en el torrente seminal del hombre. _________________________________________________________________

domingo, 14 de marzo de 2010

"La Guagua"

Este cuento erótico pertenece a la novela. Espero que les guste.
La “guagua”

El hombre busca con su mirada el timbre de la casa. Ve la ventana abierta de la prolija prefabricada de madera imaginando que hay alguien en su interior.
A la vera de una empalizada, discurre un caudal de aguas servidas. El hombre mide el curso de agua antes de pegar el salto. Sobre uno de los flancos del lechoso líquido, observa una mancha negra que parece moverse; efectivamente, se mueve: un grupo numeroso de hormigas, llevando retazos de hojas a cuestas, delibera buscando una solución al repentino problema ; aquel curso de agua sorpresivo, las aislaba momentáneamente de su hormiguero. O cruzaban o morirían.
Una vez más, el hombre busca el timbre. Deja la chanta(*) con los juegos de sábanas en el piso y luego acomoda la caja con la lencería.
Mira hacia la puerta y se golpea las manos.
Pronto aparece una joven mujer, delgada y algo retraída.
-Sí... - dice la joven mujer, mientras parece medir con la mirada al hombre.
El hombre-frisando los cuarenta, de mediana estatura, cutis blanco, atractivo porte y bien parecido- ensaya la mejor sonrisa, despliega el juego de sábanas más vistoso, y tienta a la joven mujer con un plan de pagos “... a crédito, sin garante, señora”.
Buen comienzo, piensa. Le parece que no será necesario el truco de sacar una bombacha de la caja y exhibirla en la puerta de entrada. No fallaba nunca. Si la mujer se asomaba a la puerta, la bombacha en ristre era el elemento de presión sutil más efectivo; sabía(el hombre, claro) que a partir de ese momento tenía asegurado el ingreso a la casa.


Se sorprende que la joven mujer le invite a penetrar en la vivienda.
Una vez en su interior, el hombre gira la vista a diestra y siniestra. Piso prolijo, madera prolija, cortinados prolijos, cocina pequeña pero prolija; divisor de ambientes de tapicería, limpio y prolijo también.
- La felicito, señora. Veo que tiene todo muy prolijo.
La joven mujer se sonroja.
-Y... cosas de la familia. Mi abuela era prolija; mi madre no le cuento. Yo...
-Vos prolija, también- pontifica el hombre. Siempre pasaba rápido al tuteo. Costumbre del trabajo.
-Claro, claro- acota la joven mujer.
Mientras ella mira las prendas de lencería, el hombre intuye que tiene una venta segura. Momentos en los cuáles-como siempre-, los tejidos nerviosos enroscados en su estómago, comienzan a relajarse. Síndrome típico de la venta.
La cara de la joven mujer parece hablar sin palabras, mientras desliza entre sus manos de estatua de virgen, un baby doll blanco, el largo y transparente camisón negro, y la pequeña bombacha de color rojo con la rosa negra en su centro.
El hombre acomoda sobre la mesa el talonario de solicitudes y los pagarés respectivos. Colocando el papel carbónico entre las hojas, recién repara en el vientre algo hinchado de la joven mujer. Ve que el salto de cama de ella luce con el cinturón suelto, y que el borde derecho de la prenda, deja al desnudo parte de uno de los muslos femeninos.
La joven mujer apenas había merecido un seis en la calificación previa del
hombre( costumbre del trabajo); pero, por encima del resto de sus sentidos, en las cuestiones eróticas, es su vista la que oficiaba siempre de sumo sacerdote (para colmo, cómplice de su libido más perversa) ; pronto, la vista comienza a fagocitar la imaginación. De pronto, se siente atraído por la juventud de la mujer; y de pronto, también, percibe que emana de ella una peculiar sensibilidad cada vez que ella habla y se mueve.
Observando nuevamente el pequeño vientre de la joven mujer, siente la necesidad de hacerle una pregunta, movido por una particular presunción. Sin embargo, opta por callarse.
Repentinamente, ella pide permiso para llevarse la lencería preseleccionada a la habitación. El hombre asiente.
Cuándo la joven mujer se pierde detrás del cortinado azul rasado, él se acerca a la pequeña ventana que da a la calle. Apoyando su frente contra el vidrio, escudriña tratando de observar a las hormigas. El hombre es buen lector. Recuerda que un grupo de científicos había llegado a la conclusión de que, en caso de una contienda atómica-desaparecida la raza humana-, sería la hormiga una de las especies privilegiadas capaz de reemplazar al hombre en el dominio del planeta(sabe que las cucarachas también tienen lo suyo). El recuerdo lo sobrecoge; ignora por supuesto si esa especulación podría llegar a cumplirse; solo está seguro de una cosa: que dentro de un millón de años, sobre la faz de la tierra, ni siquiera habrá de perdurar la sombra de una pátina humana.
-Señor...
Desplegando una de las hojas de la cortina divisoria, ve que la joven mujer le hace señas para que pase a la habitación. Sorpresa. Ve también que se ha puesto el largo camisón transparente. Su cuerpo parece un esbozo de Modigliani.
Mientras se mueve hacia la habitación, el hombre piensa en la ligereza moral de la condición humana.
Al abrir el cortinado, segunda sorpresa: acostada sobre uno de los flancos de una cama matrimonial, una beba durmiendo; prenda rosa con vivos blancos.
El hombre mira a la mujer y a la niña. Un Dios gramatical se descuelga de su boca. No entiende que pasa. Señala la beba.
-Mi hija, la guagua- dice la joven mujer que se ha desplazado hacia el respaldo de la cama. El oído del hombre percibe la sutil tonada norteña; zamba, chacarera o baguala, pero norteña al fin.
No sale de su asombro. Mujeriego empedernido, pero como esto, nada ni por asomo. Tiene la sensación de que alguien ha introducido un bisturí abriendo una zanja en medio de sus hemisferios cerebrales. Sabe que no está en presencia de una prostituta; que incluso la joven mujer le acaba de pagar las prendas...
De pronto, alcanza a asir un pensamiento que pasa volando por encima de su cabeza. Puede ser la tabla de salvación, la explicación que necesita:
- ¿Sos mamá soltera...? Digo...
La joven mujer parece ruborizarse.
-No, no; estoy casada-acota con la cabeza ladeada. Luego se recuesta sobre el respaldo de la cama, entreabriendo ligeramente las piernas.
El hombre mira las transparencias del camisón y ve que la mujer no tiene puesta la ropa interior. Retrocede un paso pero se da cuenta que es inútil: los pruritos morales sucumben bajo los efectos del deseo carnal. Materia y espíritu; una pelea cotidiana. Frente al sexo, siempre el mismo ganador. Pronto, el animal visceral satisface sus instintos.
Cada gemido de ella, le parece el gemido angustiante y colectivo de la raza humana.
Al despedirse-después de besar en la frente a la joven mujer -, comprende que la misericordia ha tendido un manto de piedad sobre ambos.
En el momento de abrir la puerta de entrada, distingue una cinta negra por encima de las aguas servidas. Son las hormigas. A modo de un pontón viviente, centenares de éstas han elegido misteriosamente el camino de la muerte-una especie de suicidio misterioso- ; sumergiéndose en el agua, permitiendo que otros centenares de congéneres se abracen a sus cuerpos, formando un puente natural por dónde ha comenzado a cruzar el resto de la colonia.
El hombre mira el curso putrefacto y maloliente. Luego voltea la cabeza y mira hacia la casa prolija. La joven mujer lo observa detrás de las cortinas
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(*) Chanta: doble cinturón de cuero con pasamanos, para transportar prendas.